Estaba allí, en medio de la tarta, una sencilla cereza, roja, en silencio, quieta como un amante esperando la embestida final.
La veía y era como si aquel pequeño fruto rojo bañado en almíbar me invitara a comerla, me incitaba a tomarla por el pequeño rabo entintado ya por la conserva.
El éxtasis invadía más y más mi cuerpo, era una sensación triste y alegre, punzante. Pero algo me detenía a ir por ella, a comer aquel manjar que seguramente fue el primer fruto prohibido, y no la manzana como nos cuenta la religión. Seguro fue este pequeño y suculento manjar el que nos arrojó del paraíso a esta mundo en decadencia.
Estaba tan pequeño que no podía entender como es que acaparaba mi atención, el final estaba cerca, nadie más veía con tanta excitación aquel pequeño mundo, aquel sol de la tarta en donde giraban al rededor las demás frutas.
La fascinación me bañaba, y entonces apareciste tú, con esa sonrisa inocente y sensual, con la intención misma de robarme aquel fruto sexual. Llegaste y con la decisión que no podría haber previsto acercaste tu brazo a aquella tarta, tus movimientos lentes se iban directo a mis pupilas y de ellas a mi estómago, donde dicen reinan las emociones. Sentía nacer una excitación aún mayor, sentía que algo dentro de mi estallaría si no hacía mía aquella cereza, si no lograba detener tu misión, pero por un fragmento de segundo tus movimientos pasaron a ser rápidos y entonces la cogiste, sujetaste el rabillo ejerciendo presión entre tu dedo medio y el pulgar, el rabo de aquella galaxia rojiza moría entre la fuerza delicada de aquellos dedos. Entonces me viste.
Notaste como mis ojos estaban clavados ante esa escena microscópica, en aquel cuadro en el que una batalla sorda se llevaba acabo entre la cereza y tus dedos, me viste anonada y podría jurar que la excitación, que para ese entonces recorría mi cuerpo entero, emanaba de mis ojos cuál fuego. Tal vez fueron aquellas mejillas mías que se tornaban del mismo rojo intenso de aquella cereza las que hicieron animarte a hacerme la invitación, esa invitación que me excitaba aún más, haciendo descender los mares de mis entrañas, mojando el cachetero que aquella tarde de sábado había elegido utilizar.
Me miraste directo a los ojos para romper mi embeleso hacia el fruto en almíbar. Me sonreíste con la intención inocente y sexual que un hombre como tú podría emitir, entre tímida e incitante, a medio diente pelón y con labios que morían en una comisura casi perfecta; me invitaste con un ven, que sólo pude leer en tus labios una vez muerta tu sonrisa. No había ruido, pues la pasión había enmudecido todo al rededor, para poder acrecentar mis latidos, el único sonido que importaba, el de la pasión, el de la excitación.
Acepté tu invitación y me acerqué, sin pensar ni un instante, como robot prediseñado a cumplir las ordenes de sonrisas como las tuyas, y allí estaba, apartándome de la tarta para chocar casi frente a tu pecho, para verte con esa mirada de hombre feroz. Me tomaste de la mano y me apartaste de la fiesta, me llevaste a un salón lejano, lejos del bullicio que sólo tú podías escuchar, puesto que apenas estabas siendo víctima de la excitación que a mi hacía ya minutos atrás me había aprisionado.
Cuando llegamos a la pieza, elevaste tu mano y allí estaba mi manjar deseado, la cereza, inerte entre tus dedos medio y pulgar, más bajos que los otros tres restantes; la elevaste aún más, más allá de mi boca, exhortándome a doblar la cabeza para atrás, dejando vulnerable mi cuello blanco y decorado por un par de lunares.
La excitación volvió a bajar mis mares internos y una nueva ola salía mojando aún más mi prenda íntima. Bajaste de a poco la mano, tan lento para hacer crecer aún más mi deseo por aquella cereza culpable de este nuevo juego siniestro que apenas empezaba entre ambos, entonces la sentí en mi lengua, el pequeño fruto rojo medio húmedo por el almíbar tocaba sutilmente mi lengua, encendiendo mis papilas gustativas y un poco más. Cerré la boca para romper aquella delicia de su tronco, mientras tú tomabas con una mano mi glúteo, apretando y arrojándome a tus brazos.
Quitaste tu mano de la altura y mientras sentía la pequeña fruta roja morir entre mis dientes, besaste mi cuello, uniendo con tus labios los lunares pequeños que allí viven, sin soltar mis nalgas, sin apartarme de tu pecho encendido.
La cereza bajo por mi garganta, y al sentir aquel moviente, con la experiencia que pensé no tendrías, dejaste caer el rabo de la cereza en el piso de aquel salón que era testigo del encuentro, y con esa misma mano tomaste mi cabeza y sin más, clavaste tu lengua en mi boca, tus labios expertos encendieron lo que aquella cereza había comenzado.
Sentía crecer algo más que la propia excitación. Sentía cómo mis labios eran para ti lo que aquella cereza lo fue para mi.
Mi roja y palpitante legua estimulaban tu deseo como aquella fruta roja había hecho conmigo.
La excitación no paró, no cedió, y entonces tocaron a la puerta y nos movimos al armario, y entonces nadie entra, pero nadie sale del armario.