martes, 11 de marzo de 2014

El chico del casco blanco: 8:15

Estaba inmerso en su mundo, en su propia galaxia de ideas, había estado así un par de días, sin entender cuál era el motivo por el que sentía que la vida aún le estaba quitando algo para sentirse pleno.

A sus 23 años, el chico del casco blanco tenía lo que muchos a su edad hubiesen deseado, viví en casa de su madre, pera ella era la mujer más comprensiva del mundo, así que podría decirse que la casa era como si fuese su propio espacio de escape. Tenía un buen empleo, de esos  de los que disfrutas porque se trata de hacer lo que te gusta, por lo que te has preparado a lo largo de la vida, con ganancia de crecimiento personal y por supuesto, monetario. Asistía a una de las mejores universidades del Estado, se preparaba para ser mejor en su área de trabajo, en la vida, en lo que le apasionaba. Y así, ya sabrán, amigos, amigas, chicas que le sonreían por flirtear, amigos de juerga, amigos de toda la vida, se podría decir que lo tenía todo, en medida, para sentirse pleno. Pero a pesar de todo ello, aún le hacía falta algo, algo que lo pusiera en estado de libertad, de dicha.

Un tono hueco y simple salió de la bocina de su celular, un mensaje. Se incorporó de la cama y cogió el aparato del librero que tiene justo del lado derecho de su cabecera. Titubeó un instante antes de poder abrir aquel mensaje. Del 331 123 6180 un simple: Café del centro histórico. 8:00 p.m. Llévala.

Soltó el celular dejándolo caer sobre la almohada. Se incorporó de la cama y tocó el reloj que lleva marcado en su piel. Tatuaje.  Analógico, las manecillas: 8:15
Se miró en el espejo de la pared, su piel tostada por el sol era la estrella principal de esa imagen. Dio un par de pasos al frente y se dijo: La vida son dos días.

Llevaba toda la vida casado con aquella frase, su idea era que en realidad la vida era tan efímera que nada, absolutamente nada era lo necesariamente duradero, así por más que lo desearan. La vida es tan corta que era simplemente dos días.

Sacó de su closet una caja con un par de cigarrillos de hierba verde perfectamente enrollados, extirpó uno y guardó nuevamente la caja. Miró el reloj del celular: 4:40. Se sentó en el piso a un costado de la cama, recargando su espalda contra la madera de la base, encorvado para no toca el colchón. Lo prendió. ¿Por qué hoy? La pregunta retumbaba en el silencio, en aquél cuarto donde reinaba la oscuridad gracias a la cortina que impedía que los rayos del sol penetraran y golpearan las bardas de la habitación. Se sintió somnoliento, cansado y cada vez más abismado en su mundo.

La hora: 5:40. Dejó caer su ropa frente al televisor y se dirigió a la regadera, tomó una ducha larga, el agua tibia corría por sus hombros, su espalda y se perdía en la espalda baja. Las gotas eran pesadas, suaves y cálidas…como caricias. ¿Por fin saciaré el vació que alberga en mi interior? Dudó en secarse con la toalla azul cielo o dejar que el aire frío de Marzo le secara hasta el alma. Optó por la toalla. Se vistió rápido, pantalón de mezclilla, playera negra y tenis.

La hora: 6:30. Guardó en su mochila un paquete envuelto en un papel color carmesí. Era una caja pequeña, cabía en la palma de la mano, podría haberla guardarla sin ningún problema en el bolsillo del pantalón, pero no quería estropearlo, así que lo colocó en el solitario y gigantesco espacio de la mochila vacía. Solo.
Cogió de la mesa el casco blanco y al ritmo de “WhoMadeWho” se subió a la moto y partió rumbo al centro de Guadalajara. La hora 6:50. Esquivando el tráfico caótico de la ciudad se ponía a imaginar cómo sería su vida a partir de aquella noche, de beber aquel café. No logró encontrar una imagen que lo representara, así que el miedo irrumpió en su cuerpo. Bajó la velocidad y sin darse cuenta estacionó la moto. Estaba a una cuadra de Independencia. Allí la dejó y fue en busca del lugar.

Café del centro histórico. 7:59. Llevaba en la mano el casco blanco y al verla casi lo deja caer. En la mesa del centro estaba ella, la chica del cabello largo y lacio, de sonrisa profunda y mirada hechizante, la chica que amaba. De su cuello colgaba una “P”. Dos americanos esperaban por ellos en la mesa. Lo invitó a sentarse.
-Será rápido. Sólo quiero tenerla en mis manos, verla por última vez. –
-¿Entonces es definitivo?- le preguntó él, con la mirada llena de expectación.
-Es lo mejor, es nuestro momento.-

Él sacó de la mochila aquel paquete carmesí, lo colocó en el centro de la mesa y ella lo cogió. Sacó de allí una hermosa pulsera plateada, iba grabada con un “por siempre nuestro”. Era una bella y delicada pieza de amor, un regalo de él para ella.
La observó por unos segundos, quizá un minuto y tras un breve suspiro la arrojó al fondo de aquel café, como si al hacerlo se fuera con ella toda la historia que compartieron. Sin decir nada se paró y con  la más dulce mirada le agradeció por haberla amado tanto, por haber estado para ella. Se fue.
Él se sintió abatido, quería tomar la taza  y sacar del olvido lo que él le había regalado, no la pulsera, sino su corazón. Pero, entonces la recordó, recordó su mirada, la recordó feliz.

Y sólo entonces logró entender que ese vació sólo se llenaría con la perdida de algo, con su perdida, porque al dejarla ir, llenaba su vida de oportunidades, de algo más que un amor no correspondido;  se paró de la silla dejando aquellas tazas de café llenas, dejando el color carmesí, dejando la somnolencia, el hueco en aquel lugar.
Por la banqueta se ve al chico del casco blanco, allí va, pleno, porque nunca olvida que la vida son dos días.

Se pone el casco blanco, prende la moto, la hora: 8:15. 

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El grafógrafo [Salvador Elizondo]

"Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo."

El grafógrafo.

Salvador Elizondo.