jueves, 26 de mayo de 2016

La tarde en que mi Moleskine secó mis lágrimas

Siento como el sudor recorre cada parte de mi cuerpo, lo siento nacer y morir como las lágrimas esta tarde infernal de Mayo. Mis ojos son dos presas que  liberan una inmensa cantidad de agua salada que pega mis pestañas maquilladas con un rimel que supuestamente era a prueba de agua. 

El calor de mi cuerpo aumenta con el desconsuelo, es tan incómoda esta sensación que decido dejar el llanto de lado para poder escapar de este lugar, de esta habitación que hoy la siento más como una prisión que como un refugio. 
Me dirijo al baño y me lavo la cara, siento la sensación fresca del agua del grifo tocar mi piel, siento como poco a poco cae el maquillaje para yacer en el desagüe, es tan purificante la sensación de mis pestañas livianas, sin el peso del rimel mezclado con las lágrimas. 

Cojo de la mesa de centro las llaves del auto. Salgo de mi casa con mi moleskine en mano, mi bolígrafo ultrafino y mi pequeño monedero rojo.  Quiero azotar la puerta, pero, ¿qué culpa tiene ella de esta sensación que me ahoga? ninguna. Subo al auto y lo pongo en marcha. Aumento el volumen del estéreo y la música apachurra cada vez más mi corazón. 

¿A cuál lugar se va cuando uno se siente así? Manejo, sólo manejo, entro a aquella plaza comercial y estaciono el auto. Me bajo con mi pequeño arsenal de cosas y me dirijo al local A-07. Entro en la pequeña cafetería y voy directo al mostrador: Un latte macchiato con extra de café. Me siento. Quiero seguir llorando pero estar en un lugar público me detiene, es lo que buscaba, dejar de llorar antes de que mi alma se secara por completo, antes de que aumentara el hueco de alma que él se había robado meses, muchos meses atrás. 

Doy un pequeño sorbo a mi café y abro mi moleskine en una página en blanco -desde pequeña amé escribir en hojas blancas- y comienzo a narrar la historia de los dos. Intento no llorar, pero las lágrimas pérfidas sucumben al dolor, se doblegan y emanan de mis ojos. Evito que rueden más allá de mis mejillas, tal vez lo que debí haber evitado con él, que no bajara más allá de mis mejillas, que no doliera en el corazón. 


Un puñado de páginas me sirven para narrar la noche en que lo conocí, nuestra segunda cita, nuestro primer baile. Los besos, las caricias, sus secretos que me duelen guardar -porque ahora sé que lo conozco tan bien que nadie podría superar eso-. La primera vez que sentí celos en toda mi vida, la vez en que me dijo te quiero, nuestro beso de despedida, el dolor en el pecho, el silencio, la ausencia y su regreso....Su insistencia, su forma de conquistarme nuevamente, su mano en mi mano como un gesto de "no me dejes", mi amor por él, mis ojos nuevamente enamorados, su mirada embelesada y  perdida en mis ojos, en mi rostro, su forma de besarme, mi forma de hablarle. 


En la libreta de pasta de negra cupo también aquella bella noche de viernes en que me abrió su corazón completamente, en la que me habló de la forma más sincera después de su regreso, después de la segunda oportunidad que le di. La emoción en sus palabras y sus actos, la manera en que me envolvió en ellos, la forma en que él me contagió  de entusiasmo acerca de esta nueva etapa que los dos viviríamos. 


Escribí sin parar, ignorando por completo mi latte macchiato con extra de café, sin darme cuenta que poco a poco la nata quedaba allí y la espuma desaparecía. Escribí de su nuevo adiós, de su necesidad de superar el pasado para que no siga jodiendo su presente, de su esperanzador futuro conmigo si es que todo salía bien.

Mi moleskine fue la primera en saber que yo lo entendía, que en verdad podía entender que necesitaba sanar y arrancar esos miedos y esas ataduras del pasado, que sabía perfectamente que si lo hacía era porque en esencia no es malo, pero todo ese rencor y todo ese temor, le hacían a veces actuar con malicia pueril, salvaguardando su corazón, pero destruyendo el ajeno. Mi moleskine bañada en la tinta de mi pluma ultrafina guarda eso, eso que probablemente no me atreva a decirle jamás, porque sin duda, por más que entienda, esto que me hace me duele, me lastima y me rompe. Y eso, eso no se perdona fácilmente. 

Cierro la moleskine  y tapo mi bolígrafo con la esperanza de que no me vuelva a buscar -o por lo menos es mi deseo actual, tal vez sea el arrebato del momento-, porque mi corazón roto no sé cuánto más pueda resistir, que si de por si la ausencia duele, nada mata más que la intermitencia. 


Seco aquella lágrima estólida que traicionera sale de lo más profundo de mi dolor, levanto la mirada y puedo ver a un sujeto mirando anonadado, fascinado, perdido completamente en mis manos y la moleskine. Me sonríe. Le regreso el gesto.
Cambio la mirada de dirección y veo aquel librero de pequeños huecos romboidales guardando un puñado de libros por descubrir, y miro más allá, por la ventana, la ciudad, el ocaso, y entonces entiendo que tengo el mundo para mi, que aunque hoy esté desecha, mañana todo estará bien. 


Salgo de la cafetería, me subo al auto y comienzo a manejar sin rumbo, con la ilusión de irme lejos, muy lejos de todo, tan lejos de él.

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El grafógrafo [Salvador Elizondo]

"Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo."

El grafógrafo.

Salvador Elizondo.